Cuando llegamos a la pica del monte me quedé casi sin respiración al admirar la belleza de la isla. Estoy acostumbrada a observar el mundo desde abajo, desde la profundidad del océano, y subir hasta allí arriba me hizo recordar la belleza de tierra firme. Con tanto buceo a veces cometo el error de desligarme del mundo que vive por encima del nivel del mar. Por eso, caminar entre árboles cubiertos de musgo, descubrir caracoles y setas del tamaño de un guisante y llegar a la cima desde la cual el horizonte apenas es perceptible me hizo abrir los ojos a la isla de manera diferente. Parece mentira que lleve aquí casi cinco meses y que a dos semanas de mi regreso descubra algo así. Pero nunca es tarde, dicen, y ahora una vez al día me enfundo unas zapatillas viejas para correr por el monte mientras admiro la belleza del mar. De esta manera mi corazón intenta regresar a tierra firme sin abandonar su infinito amor por el mar. Mientras corro recuerdo las historias de hadas que tanto me gustaban de pequeña, los dibujos a lápiz de árboles encantados que pintaba ya de mayor y me pregunto cuándo fue la última vez que vi una seta de color rojo .
Últimamente, cuando buceo con snorkel y me sumerjo conteniendo la respiración me doy cuenta de que hay un momento en el que olvido por completo que no puedo respirar bajo el agua. Puede ser la costumbre de bucear con botella o puede ser que desearía tanto tener branquias que simplemente por momentos me creo que soy un pez. Persigo un calamar y olvido que tengo que subir a tomar aire. Bajo a seis metros, me topo con un erizo-lápiz de preciosos colores y la necesidad de respirar pasa a un segundo plano… Pequeñeces del mundo submarino que me hechizan momentáneamente. Y de pronto, un día subo al monte y me delato mirando un simple gusano durante minutos… y así, mi alma redescubre las grandes pequeñeces del mundo que viven por encima del nivel del mar. No sé en qué momento olvidé lo mucho que me gusta perderme por el bosque o el crujir de la nieve bajo mis pies pero aquí sentada me prometo a mi misma no olvidarlo más.
Hace tres día el mar le regaló un tiburón ballena a Gemma, mi compañera de aventuras en las Seychelles, y entonces recuerdo cuando el bosque de Yosemite me regaló un oso a mí. No puedo vivir sin el mar, pero tampoco puedo vivir sin tierra firme. Mis pies necesitan un terreno en el que poder pisar con fuerza para hacerse oír.
Las zapatillas viejas retumban en el suelo mientras corro al ritmo de mis pensamientos, mi corazón palpita con fuerza y mis pulmones me piden la entrada de aire constante… corro por el monte junto al mar… y me siento increíblemente viva.
Besos
marti
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domingo, 29 de noviembre de 2009
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